Lilith, Lola, Lulú, …, mitos femeninos, leyendas oscuras.

Toda mujer acusada de enfilar al hombre hacia su “ruina” parte de Lilith, la primera sublevada, arquetipo que obtuvo su esplendor a fines del siglo XIX, cuando coaguló la hembra fatal. Es leyenda. Es misticismo. Es demonio. Es liberación.
La original fue Lilith, una deidad sumerio-acadia transmutadora de la materia -la conductora del alma que había alcanzado la sabiduría del Árbol del Conocimiento; de ella se apropiarían los hebreos durante su cautiverio en Babilonia.
En la interpretación rabínica del Génesis -el primer libro de la Torá (o Pentateuco), también primer libro del Tanaj judío y del Antiguo Testamento de la Biblia- es la primera mujer de Adán. Sin embargo, estaría totalmente expurgada del mismo si no fuera por una referencia en el Libro de Isaías.
Adán trató de obligarla a obedecer, y Lilith encontró su liberación pronunciando el nombre mágico de Dios (innombrable en toda la tradición judía), se elevó por los aires y lo abandonó. Pronunciar el nombre de Dios es intrepidez suprema, un acto fatuo y soberbio superior al de ignorar los mandatos divinos; algo, en fin, gravísimo.
Ante este abandono, Adán se quejó a Jehová, quien envió tres ángeles a buscarla. Encontrada en el Mar Rojo, le ordenan regresar, a lo que ella se niega. A partir de entonces Lilith se convierte en un caudal de males para el hombre. Culmen de este episodio fue emparejarse al demonio Samael. Otra de sus atrocidades: apropiarse del semen que no es vaciado de manera decente, es decir, del semen de las masturbaciones y de los sueños eróticos. Por si fuera poco ¡se embarazó con él!, por este motivo siempre está pariendo espíritus malignos.

Sus apariciones más frecuentes en el judaísmo se encuentran en el folklore, la Cábala y algunas interpretaciones exegéticas del Talmud.
Más tarde al conectarse con la Lamia griega llega a representarse como un ser ambivalente: las sirenas.
La cultura decimonónica Occidental re-inventa la figura hebraica de Lilith a través de la literatura romántica y gótica, de la pintura prerrafaelista y simbolista, también a través de la poesía y, en general de la estética, simbolista y gótica, convirtiendo así a esta figura en la madre primitiva de todas aquellas figuras femeninas del imaginario masculino que pervierten y destruyen -con su sexualidad- la tranquilidad del hombre y las bases de su sociedad patriarcal, es decir es la feme-fatale.

El contrapunto moderno a esta lectura, lo encontramos en los primeros momentos de la película “El Ángel Azul”, cuando la asistente del profesor, una mujer madura, seria y decente, imita a Lola. El mensaje es sencillo y directo: todas las mujeres desean ser como Lola, tienen la semilla de la seducción en sus corazones. Mensaje análogo al encontrado en la caja de Pandora helénica.
Luego llegó la Lulú de Munch: la capta en una obra como la habitante del imaginario, una proyección del deseo masculino sin identidad. El “eterno femenino” se mantiene gracias al anhelo y la negación de la mujer como persona. El misógino trata a la mujer como a una niña.

“No, no intentes madurar. No intentes crecer”. Se lo pidieron todos los hombres que conoció. Es la incursión en lo prohibido. Es la desnaturalización y degradación del ser humano.

Hay a quien todavía le sorprende que los esfuerzos de la mayoría de las mujeres intenten imaginar el sexo, no como una interacción entre un dominador y una esclava, sino entre dos iguales.
La vieja forma patriarcal de ver los roles de hombres y mujeres es la iniciación en el sexo con una persona con muchos años por delante de una adolescente.
¡Parece increíble!, ¿No? Y sin embargo pasa todos los días. Hoy, también.
No es una ficción erótica cuasi pornográfica de la mujer: en el despertar sexual muchas adolescentes son seducidas por viejos amigos de la familia o violadas por cualquiera.
Conocí a Lulú en Madrid, leí su historia, la vi en el cine y me quedé paralizada, porque es la narración de las patrañas que montaron muchos de los hombres que conocí en mi adolescencia; de muchos hombres que conocieron muchas de mis amigas. Existen. ¡Lo sé bien!